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domingo, 14 de abril de 2013

Conferencia en Lisboa: "Escribir en la crisis: literatura y presente"


En viaje de trabajo, esta semana que pasó participé del "Coloquio ACT 29. Literaturas y culturas en Portugal e Hispanoamérica: Nuevas perspectivas en diálogo", organizado por la Fundación Calouste Gulbenkian, de Lisboa, Portugal.
            Fue una experiencia muy interesante, que se llevó a cabo los días 11 y 12 de Abril tanto en el Centro de Estudios Comparativos de la Universidad Nueva de Lisboa, como en la imponente sede de la Fundación.
            Allí, este viernes me cupo el honor de pronunciar la conferencia de clausura del Coloquio, cuyo texto comparto ahora con ustedes.


Fundación Gulbenkian - Universidad de Lisboa. Abril 11 y 12 de 2013.
Escribir en la crisis: literatura y presente.

Me gustaría comenzar esta meditación con la siguiente idea: escribimos en la crisis, siempre, porque escritura es crisis. La literatura, en este sentido, es el fruto testimonial, diverso y horizontal, del devenir de la Humanidad, o sea es el relato posible e imperfecto de la Historia pero también, acaso, el relato que más certeramente informa y conmueve a los pueblos.
           
Por eso conceptos como Violencia, Exilio, Política y Utopía describen y en cierto modo definen a la literatura de nuestro tiempo, al menos la literatura latinoamericana desde el Siglo XIX hasta nuestros días. Y creo que también la africana y la asiática, e incluso la europea por lo menos hasta la caída del Muro de Berlín, y quizás, seguramente, la que viene.

Con lo anterior procuro sugerir que, desde la frontera norte de México hasta la Tierra del Fuego, la literatura latinoamericana ha sido a la vez el proceso de implantación de lenguas que nos son comunes y que derivan, claro está, de las de los Conquistadores. Y eso ha significado también la creación de un imaginario propio, que algunos han definido como realismo mágico y que si bien después tuvo otros nombres como postbom, realismo poético o crack, más allá de designaciones controversiales conforma un corpus textual de casi 200 años que puede ser leído, de hecho, como un tratado permanente sobre la crisis que ha sido y que es cada uno de nuestros presentes.

La literatura argentina posterior a la Independencia se da por iniciada con la obra de Esteban Echeverría. Poeta y narrador, en su cuento "El Matadero" (de 1837) describe la brutalidad de los matarifes de ganado vacuno para el consumo, y no es casual que sea ése el cuento fundador de nuestra narrativa. En esa misma línea de trasfondo político, violencia y crisis, vendrán después las otras obras fundamentales de nuestra literatura: Facundo (de D.F.Sarmiento) y Martín Fierro (de José Hernández). Estos tres libros, curiosamente un cuento, una novela y un poema épico, son, a la vez, la implantación definitiva del Castellano del Río de la Plata como nuestro idioma nacional. No el Español, sino el Castellano rioplatense, versión local, regional, del inmenso y riquísimo Castellano Americano que atinadamente prefiguró Andrés Bello, padre de la Lingüística americana, en su tratado de hace dos siglos.

Puesto que no me detendré ahora en el recuento literario de ambas centurias, si me permiten daré un salto y diré que la crisis en que escribimos, y la crisis que describimos, es esencialmente la misma, pero que el nuevo milenio nos permite ver algunos cambios profundos, todavía no completamente estudiados y los cuales probablemente perfilarán una textualidad diferente, que me parece que ya es reconocible. En diversos artículos y conferencias de los últimos veinte años, he venido subrayando cuáles son a mi criterio las características de la literatura latinoamericana de las posdictaduras, ese fenómeno que algunos llamaron "posboom" y que yo prefiero llamar "escritura de las democracias recuperadas".

Esas características, muy sintéticamente, en mi opinión son las siguientes:
           
a) La irrupción de la mujer como sujeto de escritura y como escritoras. El papel predominante que tienen hoy las mujeres en nuestra escritura es algo que parecía inimaginable hace sólo treinta años. Y sin embargo ahora es sólo la otra mitad de la textualidad latinoamericana. Como debe ser. La mujer como protagonista de la escritura y como sujeto literario; las mujeres que escriben y lo que escriben las mujeres; y también las mujeres que leen lo que escriben otras mujeres y cómo las mujeres son escritas. Punto esencial del fin de las dictaduras, con la democracia recuperamos la palabra, cierto, pero quien más la había perdido era justamente la mujer, que hoy es parte central del proceso democratizador y esto, para mí, es el cambio más revolucionario de la democracia latinoamericana y de nuestras literaturas.
           
b) La recuperación de la Historia Nacional. La democracia habilitó y estimuló el retorno a la Historia de cada país y sus posibilidades narrativas. La novela histórica, mediante la revisión de episodios y personajes, devino necesidad, experimento y también —es cierto— moda. Pero sobre todo fue y sigue siendo el gran relato de la crisis, por revisión y por proyección. Felix Luna fue ejemplar en el caso argentino, así como toda la literatura del exilio, los desaparecidos y la memoria en la democracia. Pienso también en Elsa Osorio, Tununa Mercado y Liliana Heker, por lo menos. Se reescriben las tragedias nacionales, se descubren episodios, se discute el relato oficial y el nuevo ya es profundamente democrático. Lo mismo sucede en toda nuestra América, y ahí están las obras de por lo menos Fernando del Paso (México), Denzil Romero (Venezuela), Tomás de Mattos (Uruguay) y Guido Rodríguez-Alcalá (Paraguay).
           
c) La indagación sobre las corrientes inmigratorias que formaron nuestras naciones en los siglos XIX y XX, presente en particular en países aluvionales como Argentina, Uruguay y Chile. Inmigración y exilio, y en general toda transterración, representan una crisis permanente y son parte insoslayable de la cultura argentina y latinoamericana.
           
d) La cancelación del exotismo y el realismo mágico de los años 60 y del boom. En los últimos 30 años casi nadie ha caído en aquella insoportable necesidad de llamar la atención de la crítica norteamericana o europea a través de caracteres exóticos o sobrenaturales. Lo real maravilloso ya no es marca de nuestra narrativa, y en todo caso hoy la trajinan tardíamente algunos escritores norteamericanos, europeos y asiáticos.

A estas cuatro características se podrían sumar otras peculiaridades que en mi opinión también conforman la para mí saludable crisis de la literatura latinoamericana: 1) La escritura de lo que se llama el "interior", o sea el vasto texto de extramuros que ya no depende de las grandes capitales, sean Buenos Aires, México o Bogotá. El centro gravitacional sigue siendo urbano, pero no necesariamente las grandes urbes. 2) La poderosa tradición del cuento como el género literario más popular en todo el continente. Y de la poesía como andamiaje secreto que sostiene todo el edificio. 3) El debate sobre los Derechos Humanos, que impregna casi todo lo que se escribe y publica hoy en mi país y en casi todos. Al menos en la Argentina, en cierto modo los Derechos Humanos, hoy y en los últimos 30 años, son nuestra literatura nacional, que deviene, así, una larga y nunca terminada meditación sobre la condición humana, su tormento y su reivindicación.

Pienso que en líneas generales estos rasgos que señalo probablemente se aplican a toda la literatura latinoamericana. Con más o con menos, el corpus textual que lo forma se nutre también de estas características, y a mí me parece que en base a ello podemos ser optimistas. Por eso no comparto las visiones apocalípticas de algunos autores –la mayoría de ellos varones y jóvenes– que parecen demasiado interesados en hacer parricidios (que no están mal en sí mismos, todos lo hicimos) pero los hacen dócilmente sometidos a los intereses del mercado editorial. Y entonces con tal de imponer sus nombres en las constelaciones, y vender más libros, sacrifican historia y prehistoria.

Eso me parece en algunos casos penoso, además de que es obvio que solamente el tiempo determina el valor de una obra literaria, que, como sabemos, es producto más de la desesperación de cada uno/a que del éxito gremial, por la sencilla razón de que la literatura es un oficio solitario, desamparado, cierto que a veces onanista pero sobre todo profundamente introspectivo, angustiante y sólo acaso felizmente paridor como corresponde a cada buen alumbramiento.

Y aunque no soy experto en política ni en literatura portuguesas, estoy seguro de que todas o algunas de estas cuestiones se manifiestan también aquí. Y no lo digo solamente por mi admiración por Fernando Pessoa y José Saramago, sino porque también en mi casa, de niño, se leía a José María Eça de Queirós como se leía a Zola, a Dickens y a Tolstoi. Así aprendíamos nosotros lo que era el realismo duro en la Literatura, que luego se emparentaba con la realidad del subdesarrollo latinoamericano que veían nuestros ojos de niños. Hoy mismo, cuando leo autores portugueses contemporáneos como Antonio Lobo Antúnes, Alice Vieira, Ana Luisa Amaral, Rosario Pedreira o Rui Zink, siento esas mismas afinidades.

A mí me parece que escribir en la crisis implica reconocer estas cosas. Por un lado la cruda realidad de un mundo que no encuentra su medida ni reconoce que más de lo mismo sólo conduce a lo peor de lo mismo. Y a esto lo digo pensando en las políticas de ajuste exigidas por la banca mundial y los gobiernos a su servicio, y por el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Unión Europea (UE), el Banco Central Europeo (BCE) y demás instituciones afines. El mes pasado, a comienzos de marzo, una noticia portuguesa fue titular en todos los medios de mi país. Decía que cientos de miles de portugueses se manifestaban en más de 30 ciudades contra esas instituciones y esas políticas. Y lo mismo sucede en cada país que, como hoy Portugal, Grecia y otras naciones, muestre datos económicos alarmantes como que la tasa de desempleo se disparó al doble que hace tres años; o que el PBI sufrió la peor caída en varias décadas.
           
Digo esto, claro, con la única intención de señalar los paralelos que encuentro entre el caso portugués y el latinoamericano para reflexionar sobre el concepto "crisis". Que es, en esencia, lo que define por qué escribimos lo que escribimos. Y acaso explique también cómo se relacionan los universos literarios y lingüísticos del Castellano Americano y del Portugués, tanto en la realidad como en la ficción.

Para nosotros, escritores, la realidad no es más que una materia rica y deseada para modelar, y generalmente lo hacemos desde adentro mismo de la realidad, en caliente y para sublimarla, o sea, reescribirla. Si, como creo, es en la Literatura donde buscamos las respuestas a casi todas las preguntas, así como el sentido de los comportamientos y la explicación a las conductas, entonces es en la Literatura donde vemos lo que sucede en cada Tiempo y cada Lugar. Es en García Lorca donde entendemos el dolor de España, así como amamos Alemania en las obras de Goethe, Brecht o Thomas Mann. Y yo conozco Portugal gracias a poetas como Pessoa, Amaral y Pedreira, y también a las narraciones de Saramago, Lobo Antúnes e incluso Antonio Tabucchi. Es la literatura la que me anuncia y muestra la crisis y la que me provoca urgencias desesperadas por sublimarla. No de otro modo, y en soledad, se hace una obra. Así nos lo enseñaron Dante y Cervantes, como Dostoievsky y Rulfo y tantos más.
           
¿Dónde comprendemos más lúcidamente todo esto? ¿Dónde encontramos, y dónde encontrarán las generaciones futuras, la explicación a esta tragedia contemporánea que vemos en esos ojos ciclópeos de Gran Hermano que son la televisión e Internet? Respuesta: En la Literatura. Y también en el Cine, que es el hijo moderno y tecnológico de la Literatura.

Escribir en la crisis, entonces, es consustancial a este oficio de angustias y tinieblas. Como me dijo una vez, exageradamente, Ernesto Sábato, "si usted busca la felicidad, no se dedique a la Literatura". Y digo que fue exagerado no porque no tuviera razón, sino porque él descartaba toda idea de felicidad en su propia experiencia. Allá él. Pero en lo que sí tenía razón era en que es siempre de nuestra tragedia, y no de otra cosa, de lo que viene hablando la Literatura Latinoamericana de los últimos, digamos, doscientos años. Y de todo esto habla ahora mismo, más allá de que se escriban y se lean textos festivos y parodias encantadoras. No hace falta ser un infeliz ni un atormentado para escribir, pero en literatura no todo es imaginar alegremente.

De lo anterior concluyo para mí, y supongo y sugiero, que los cuatro conceptos iniciales mencionados –Violencia, Exilio, Política y Utopía– son parte de nuestra tragedia. Por un lado porque desde las luchas de la independencia hace 200 años, esos vocablos definen nuestra evolución, y yo declaro, incluso, que con la Literatura son la historia de mi vida y probablemente la de muchos colegas. Desde el Boom y antes del Boom hemos sido a la vez animales políticos y animales literarios. La Utopía ha sido el sueño mayor. No hemos hecho otra cosa que perseguir territorios inventados, personajes y gestas fantásticas como el sueño mismo de una Arcadia maravillosa en nuestra tierra.

Pero también digamos que esos cuatro conceptos, que han definido y definen la crisis de Nuestra América y bien se puede decir que son inherentes a nuestra literatura, a la vez se han constituído en parte principal de la lista de prejuicios que desde Europa se nos atribuye a los latinoamericanos desde hace 500 años, y según los cuales nosotros tendríamos una reprochable afinidad con la barbarie.

Esa idea, ese prejuicio, que desdichadamente parecen haber aceptado también algunos de nuestros jóvenes autores contemporáneos, a mí me parece hoy un rótulo inaceptable. Es chocante que se siga pensando a Latinoamérica como "el territorio de la barbarie", contrapuesto a la supuesta "Europa civilizada". Hoy, en mi opinión y dicho sea con todo respeto, eso es un mito y propongo reflexionar el asunto con colegas, profesores y sobre todo con los estudiantes.

La concepción del mundo bipolar que desde hace cinco siglos nos describe, va dando paso, lenta, pero inexorablemente, a un mundo que antes que oposiciones bipolares necesita más bien reconocerse plural en sus diferencias y matices.

Desde los primeros relatos de la Conquista, y pienso en Cristóbal Colón, Ruy Díaz de Guzmán, Ulrico Schmidl y Bernal Díaz del Castillo, por lo menos, la violencia se supone que ha sido y es un modo, un estilo latinoamericano supuestamente producto de la bestialidad de nuestros pueblos originarios. Ese estilo ha sido y es representado en las figuras caricaturizadas de dictadores clásicos, mezclados no inocentemente con líderes populares que según los relatos se supone que fueron o son todos dictadores, todos representantes del Mal que se opone al Bien. Entonces se los mezcla a capricho y sin matices, como si Rosas, Porfirio Díaz, Batista, Trujillo, Perón, Stroessner, Fidel Castro, Hugo Chávez, Cristina Kirchner o Evo Morales fuesen todos lo mismo.
           
Esto pudo producir relatos exitosos, ciertamente, y quizás por eso en nuestra América tuvimos que soportar esas visiones llenas de prejuicios antes que de honestidad. Y sin embargo y en paralelo, mientras esa vara nos aplicaban a nosotros, no había aquí en Europa caricaturas equivalentes sino más bien solemnidad y hasta recato para narrar a Hitler, Mussolini o Franco. O a la Señora Thatcher, que murió anteayer y en paz descanse, si puede... Y ni se diga del respeto reverencial y sin matices que se guarda hacia todos, absolutamente todos los muy democráticos presidentes norteamericanos que no dejaron a su gran país fuera de ninguna guerra –o sea todas las guerras– y cuyas víctimas sólo en el Siglo XX sumaron varios millones de personas.

Me disculparán la franqueza, entonces, pero yo rechazo esa idea establecida de la violencia como signo y marca, única o principal, de la literatura latinoamericana. Esa NO es nuestra crisis. Propongo en cambio que leamos la violencia como señal de la bestialidad del ser humano, pero en todas las culturas y en todas las literaturas. No sólo en la nuestra. Y lo pienso además porque la conflictividad en el mundo no deja de crecer. El sistema bancario mundial, por caso, y en particular el Fondo Monetario Internacional, son genuinos promotores de violencia en tanto son los que la generan con sus ajustes y con la inmoral defensa de los cada vez más ricos en contra de los cada vez más pobres.

Sin desconocer la violencia de las favelas en Brasil, el accionar brutal de los narcos en Colombia, el desenfreno sangriento de las maras centroamericanas y sobre todo del norte de México, y las muy diversas formas que adquiere la inseguridad urbana en las grandes ciudades de nuestro continente, a veces y paradojalmente siento que nuestra violencia, la de Latinoamérica, es un juego de niños al lado de todo lo que en los últimos cien años han producido Europa y Norteamérica. Sólo que nosotros los escritores latinoamericanos, más allá de los caprichos del mercado y de muchos editores que hoy parecen saber más de sushi y vino tinto que de literatura, nosotros lo decimos, lo escribimos, lo testimoniamos y lo sublimamos, con sinceridad y con dolor, porque ése es nuestro modo de sobrevivir en la crisis.

Propongo tener más cuidado, entonces, con las trilladas argumentaciones acerca de la supuestamente proverbial violencia latinoamericana que impera en nuestra narrativa. No la niego, quede claro, pero me permito recordar que hoy y en democracia América Latina es el continente menos militarizado y menos violento del Planeta.

En síntesis, lo que quiero decir es que me parece evidente que fracasó aquella fugaz idea de la Globalización, que hizo furor hace 20 años, y a la cual fuimos muy pocos los que nos opusimos en todo momento... Es hora de que la Globalización descanse en paz y nosotros nos sigamos ocupando de escribir sueños, angustias y maravillas. Como siempre ha sido.

Que eso es la literatura, les guste o no a las academias, los canonizadores y los siempre renovados jóvenes iconoclastas: historia, política, pasado, presente, vislumbre de futuros inciertos; crisis recurrente, la vida por escrito.

Muchísimas gracias. •

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