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sábado, 7 de mayo de 2011

De "abuelicidios" y construcción de la Historia


El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

En una conversación casual, en Virginia, Estados Unidos, una persona me dice que ha leido una de las últimas entradas que escribí en mi blog. Y pregunta: ¿Qué es un "abuelicidio"?

Le explico brevemente el significado de esa (mala) costumbre argentina, y latinoamericana, de denostar y degradar a los ancianos, y a los maestros, como si así el que condena alcanzase una mayor estatura. Complejos de inferioridad desatados, le digo, nada que importe especialmente más allá del mal gusto.

Luego me quedo pensando en cómo los norteamericanos hacen, en este punto, casi exactamente lo contrario. Ellos practican y fomentan la mitificación, incluso, de los que alcanzan algún relieve, alguna gloria. Muchas veces en forma desmesurada, es cierto, pero lo entienden, me parece, como una manera de construir su propia historia.

Así, cada personaje o episodio de la historia norteamericana tiene su culto. Que los demás, en general, respetan. Aunque algunos los veneran exageradamente y en muchos casos de manera desmesurada, o incluso inmerecida, hay como un respeto general garantizado.

Lo que me importa subrayar es que ellos han hecho, por ejemplo, una gesta memorable de su Guerra Civil, que es contemporánea —el dato viene al caso— de nuestra Guerra de la Triple Alianza.

Como todas las guerras, aquellas dos fueron horrorosas, colmadas de injusticias, mezquindades y patrañas políticas condenables. Sin embargo, la actitud que motiva esta reflexión es ésta: los norteamericanos hacen un culto de aquella contienda, a la que convirtieron en gesta fundante de su actual nacionalidad: no importa de qué lado se colocaron tus antepasados, ni importa demasiado si uno simpatiza hoy con unionistas o confederados; lo que vale es que hoy son tan héroes Lincoln como Lee o Grant, y se los respeta y conviven en la orgullosa memoria estadounidense. Y en casi todos los estados se conservan los viejos campos de batalla, hay monolitos y placas por doquier, se sostienen impecables museos de aquella guerra y, desde luego, existe una vasta literatura y una bien nutrida cinematografía, incluso anterior al film ícono de aquella tragedia: "Lo que el viento se llevó".

Entre nosotros, en cambio, ¿quién se acuerda de Bartolomé Mitre dirigiendo la batalla de Tuyutí? ¿Qué museo de aquella guerra tenemos, y cuál en buen estado, más allá de que el papel político argentino fue deslucido y para muchos un vergozoso error histórico? ¿Qué memoria se guarda de la sabia decisión de Sarmiento de terminar con esa guerra, iniciada por su predecesor? ¿Quién recuerda al uruguayo Venancio Flores? ¿Quién evoca el papel de Alberdi en la contienda? ¿Qué culto se hace de la sangre inútilmente derramada de decenas de miles de argentinos, apenas inmortalizados en las pinturas de Cándido López? ¿En qué escuela argentina se habla hoy de esa contienda que dejó más de un millón de muertos en los campos de batalla?

Me parece que, argentinamente, ése es un caso típico de parricidio criollo, de abuelicidio. Una práctica reiterada que es parte, ya, de nuestra tragedia nacional. La destrucción de la memoria se convirtió, por acción u omisión, y casi siempre premeditadamente, en fórmula de distorsión y de mentira.

También por eso nos costó tanto recuperar y corregir la memoria de la tragedia de hace tres décadas. Por eso costó y sigue costando tanto desnudar la perversión de los dictadores genocidas, el robo de bebés y la apropiación de personas que en tantos casos dura ya décadas.

La práctica de la desmemoria y la distorsión, del ocultamiento y el silenciamiento ha intentado y muchas veces conseguido lavar el cerebro de varias generaciones de argentinos.

Y otras de las maneras de esa práctica perversa, en la cultura argentina, han sido el abuelicidio y el parricidio tantas veces surgidos de la ignorancia, el irrespeto y la necedad convertida en opinión.

Disculpen si me desvié, pero estas cuestiones también hacen a este laberinto textual. Son un laberinto en sí, con hilo o sin él.


El caso de Julio Cortázar

La anterior entrada que posteé, por cierto, terminaba precisamente con la declaración de mi fastidio por el estúpido abuelicidio de Julio Cortázar que es moda en algunos círculos literarios argentinos. Quiero ahora compartir, por eso mismo, un texto que no publiqué hasta ahora y la verdad es que no sé por qué. Pero lo encuentro en una carpeta de mi ordenador y veo que viene perfectamente a cuento. Porque yo tuve con él una relación extraña, efímera pero muy fuerte para mí. De hecho JC fue un faro y una sombra en mi vida. Es sin dudas el escritor que más admiro, el que más he disfrutado y disfruto en cada relectura (por suerte todos los años enseño cursos que lo incluyen, lo que es una manera de rendirle homenaje permanente).

Mi vida está vinculada a Cortázar desde mi adolescencia. Fue mi lectura predilecta durante el servicio militar. Fue mi modelo de escritor, de hombre público, de intelectual comprometido ejemplar (cuando yo valoraba esa categoría).

El texto que sigue lo leí en la Feria del Libro de Buenos Aires de 2007, cuando me invitaron a participar de una mesa supuestamente en su homenaje, pero en la que me pareció que todos, y en particular los más jóvenes, más bien lo cuestionaban.

Cortázar y yo

Desde Final de juego y Bestiario hasta 62, modelo para armar, que leo a la par de Rayuela durante el servicio militar, mi juventud está dominada por la literatura de Julio Cortázar. Lo imito, lo contrarío, lo reescribo, lo desdeño, me propongo superarlo, me rindo ante su maestría y todo sin saber que en cada texto me está dando cátedra.

Mi primer encuentro con él se produce en Chile en algún mes de 1970 o 71. Creo que es Septiembre del 70, cuando Salvador Allende asume la presidencia. O quizás meses más tarde, cuando la visita de Fidel Castro a Chile. Lo cierto es que hay en Santiago un clima de fiesta latinoamericana y el joven periodista que soy tiene la suerte de ser enviado a cubrir el acontecimiento para un conocido semanario porteño: la revista "Siete Días".

Me alojo en un hotel cuyo nombre no recuerdo, cerca del Palacio de La Moneda, y la primera noche, en el ascensor que me lleva al restaurante me topo, en el octavo piso, con Julio Cortázar en persona.

Es joven y muy alto, de larga barba y cabellera negras, y viste una guayabera crema que le cae como una túnica de la que asoman, abajo, los pantalones negros y unos enormes zapatos de suela gomicuer. Me abatato por completo, según decimos acá, pero como por unos pocos segundos estamos solos él, yo y el fotógrafo que me acompaña, le pido entrevistarlo en algún momento, quizás mañana a la mañana después del desayuno.

Cortázar impide que el fotógrafo disponga su equipo y pregunta de qué medio somos. Se lo digo y me responde que no, que lo siente pero no piensa hablar con ningún hebdomadario argentino porque todos son colaboracionistas con el gobierno militar. En eso se abren las puertas y él sale primero, sin saludar y dejándonos petrificados. Y yo sin saber qué quiso decirnos, lo cual dilucido un rato después, cuando pregunto a colegas veteranos y me explican que "hebdomadario" es una palabra francesa que significa revista semanal.

Los días subsiguientes, cada vez que nos vemos, Cortázar me elude. Veo con dolor cómo concede entrevistas a colegas de otros medios, incluso argentinos, y al final de la semana, cuando debemos partir de regreso, le escribo una carta que deslizo bajo la puerta de su habitación. Allí le digo, adolorida y simplemente, que lo he admirado toda mi corta vida pero ahora me ha decepcionado por ese costado prejuicioso que mostró en el elevador. Soy sólo un joven escritor que se gana la vida como periodista y sin dudas seguiré siendo su devoto lector, pero no puedo dejar de advertirle que el medio que me ha enviado no es gubernamental ni responde a la dictadura argentina, y mucho menos los que allí trabajamos merecemos ser condenados ligeramente y en conjunto como “colaboracionistas”.

Un mes después, por correo aéreo ordinario, me llega una carta de él desde París, en la que me pide disculpas por su prejuicio y me ruega que lo comprenda: no quería que palabra alguna por él pronunciada en Chile pudiese ser funcional al régimen militar argentino, y por eso su fuerte decisión, la cual, por supuesto, no debo tomar como algo personal. Me propone, incluso, que lo llame y lo visite cuando pase por París, y se despide amistosamente.

No volvemos a coincidir sino hasta 1977, en la plaza de Coyoacán. Ha venido a México y ofrece un diálogo público; y en medio de la multitud que lo rodea logro acercarme a saludarlo. Me identifico y él sonríe y me dice que lo busque después, que es consciente de que me debe una entrevista. La que sin embargo no se produce jamás.

En 1982 y en la Universidad de Oklahoma, en Stillwater, pronuncio una conferencia que es en realidad un cuento en el que imagino un encuentro con Morelli. Se lo envío a París a la vieja dirección, pero no sé si le llega; él no responde y yo después me entero de que por esos años se ha separado de su mujer lituana, Ugné Karvelis —a la que conoceré años después— y se ha enamorado de una joven escritora norteamericana: Carol Dunlop.

Sólo responde, podría decirse, el 14 de febrero de 1984. Estoy en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México ante un público numeroso que asiste a la presentación de mi novela Luna Caliente, con la que he recibido meses antes el Premio Nacional de Novela del año anterior. Me acompañan Juan Rulfo, Noé Jitrik y Agustín Monsreal. Al inicio mismo del acto toma el micrófono Juanito y, con un temblor emocionado en su voz pastosa, como jamás antes le he escuchado, dice: “Me acaban de informar que ha muerto Julio Cortázar en París”. Y se pone de pie e inicia un largo aplauso que todos en la sala, sorprendidos, conmovidos y llorosos, prolongamos durante varios minutos.

Casi veinte años después, en París, con mi mujer nos extraviamos buscando su tumba en el Cementerio de Montparnasse. Bajo una lluvia implacable, ella deja su sombrerito negro sobre el mármol de la lápida tallada, mientras yo evoco todo esto como si fuera un sueño y pienso que, aunque nunca pude entrevistarlo, Cortázar fue mi amigo.

Ahora, en 2011 y para este blog que como todos los blogs es, de hecho, casi un espacio íntimo, me digo que ya es hora de publicar este modesto homenaje al Maestro.

1 comentario:

  1. Don Mempo. Muchas gracias por revisar sus carpetas de vez en cuando.

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