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miércoles, 6 de abril de 2011

Ninguneos y cánones: De México y Kansas a Puán


El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Es cierto: hace más de un mes que no escribo específicamente para este relato. Que no planifiqué y que se vino dando, pausada y acaso melancólicamente, al son de los recuerdos. Imagen ésta última que me gusta y no sé por qué, quizás porque me remite al título de uno de los mejores libros de cuentos que leí en mi vida: "De la marimba al son", de Eraclio Zepeda. Y libro que contiene algunos cuentos memorables, como el que da título al libro y otro, igualmente impactante: "Benzulul".

Qué escritorazo es Eraclio, y no sólo porque es un tipo enorme y sonreidor como he visto pocos, sino porque su prosa tiene una musicalidad, un sabor y una gracia que más quisiera más de uno.

Lo conocí en aquellos años mexicanos, cuando el exilio. Creo que me lo presentó Pedro Orgambide, o quizás fue Valadés, o Juanito, se me ocurre ahora porque en los 70-80 era fama que el escritor mexicano llamado a suceder a Rulfo en el favor popular y de la crítica era Eraclio. Cuyos personajes y ambientaciones surianos, de su Chiapas natal, se iban haciendo clásicos. Y con un adicional: Eraclio era, y es, un extraordinario narrador oral, capaz de contar sus propios cuentos con gracia inigualable, con una delicia verbal, yo diría, como no he visto jamás. Recuerdo una vez, en la Sala Nezahuatcóyotl de la UNAM, cómo nos tuvo a casi tres mil personas en vilo durante el relato-lectura de uno de sus cuentos. La misma fascinación con la que, cuando lo trajimos al Chaco en agosto de 2005 y para el 10º Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, cautivó a un millar de asistentes en el Teatro Guido Miranda, de Resistencia.

Vino con su mujer y compañera de toda la vida, la poeta Elva Macías, y fue un gustazo retomar en mi tierra una amistad de más de dos décadas. Yo había publicado de Eraclio, por cierto, dos cuentos magníficos en mi revista "Puro Cuento". No recuerdo en qué números, pero sí que publicamos "Los trabajos de la ballena" y "Don Chico que vuela", dos cuentos excepcionales por los que nunca le ofrecí ni me cobró un peso, como se hacían antes las cosas entre escritores. O por lo menos cuando los escritores no dependían del mercado, y se daban permisos o se los tomaban, porque no éramos profesionales sino escritores nomás.

Y es curioso: no sé por qué ahora me acuerdo de todo esto, si yo pensaba hablar de otras cosas. Pero así suele suceder y qué bueno. Porque además, en estos días me siento tan libre como hacía mucho no me sentía. Literariamente, digo, porque déjenme que les cuente que he terminado la novela en la que trabajé los últimos seis años. Precisamente fue en 2005 que la empecé, y ahora me doy cuenta de la asociación inconsciente. No sé si fue por aquellos mismos días de agosto, pero sí que la empecé en 2005. Y acabo de terminarla, en Charlottesville, Virginia, Estados Unidos, la semana pasada. Es todo lo que diré. Y que espero que un día la lean, ojalá muy pronto. Punto.

Pensaba hablar de otras cosas, digo, porque planeaba seguir enhebrando el relato más o menos ordenado de los apuntes que reaparecen en las viejas carpetas, agendas y cuadernos que vengo rescatando.

Por ejemplo, lo último que posteé al respecto fue de 1986, pero ahora encontré un apunte de 1985 en el que leo una reflexión acerca de un verbo que es un neologismo de origen netamente mexicano: "ningunear". Hoy es ya un lugar común en el léxico de los argentinos, pero hace veinte años era una palabra casi desconocida.

El ninguneo es un vocablo que hay que atribuirle a Octavio Paz, quien lo parió, digamos, en "El laberinto de la soledad", y lo instalamos en la Argentina los argen-mex a nuestro regreso. En artículos de hace veinte años y luego en mi libro "El País de las Maravillas" (que es de 1998) desarrollé el concepto, su origen y su significación.

Circa 1985 y creo que en Buenos Aires, Raymond L. Williams, entonces profesor de la Washington University in St. Louis, Missouri, me dijo que entre los críticos norteamericanos había la costumbre —mala costumbre, coincidimos— de ocuparse de un muy pequeño número de escritores consagrados de América Latina, dejando de lado y en la oscuridad a muchos/as otros autores de valía. Había muy pocas excepciones, y acaso la más emblemática era por entonces la obra crítica de John S. Brushwood (1920-2007), catedrático de la Universidad de Kansas y quien, por cierto, era un extraordinario conocedor de la literatura latinoamericana en general, y la mexicana en particular. Había sido maestro de Raymond y mi anfitrión en un par de visitas que le hice a Lawrence, Kansas.

La expresión "ninguneo" siempre me pareció tan acertada como atractiva, y de perfecta aplicación a nuestras letras. De hecho la mayoría de los críticos argentinos, latinoamericanos, norteamericanos y de donde sea acaban haciendo lo mismo, involuntariamente. No sé por qué, pero acaban recortando el canon, o sea ninguneando. Quizás porque los burocratiza la vida académica y se cansan de leer autores nuevos y diferentes; o porque los amilana el miedo a descubrir nuevos talentos; o porque prefieren marginar y ocultar a los que no son sus amigos, o bien se trata de simples y alarmantes distracciones. Le pasó al mismísimo y tan respetado Angel Rama, cuyas enumeraciones de autores de los años 70 y 80 —hasta su muerte— contienen asombrosos “olvidos”, amén de citas y elogios exagerados y caprichosos a escritores francamente menores que hoy no tienen significación alguna o cayeron en el olvido. Resulta irónicamente simpático leer hoy algunas grandilocuencias de Rama. Hagan la prueba y verán.

En mis apuntes de aquel tiempo (1985-86) yo me preguntaba si en la naciente recuperación democrática de la Argentina no estaría sucediendo algo similar. Encuentro estas preguntas: "¿Por qué no sólo se desconoce aquí a muchos nuevos escritores de significación, sino que —peor aún— hay tanto empeño en ningunear a algunos que van camino de ser valiosos? ¿Y por qué, en cambio, se aplica tanta energía en ignorar méritos y entorpecer el surgimiento de nuevos escritores? ¿Qué es lo que se teme? ¿Y por qué temer a lo nuevo, que puede no ser gran cosa después, pero requiere atención, primero, antes de ser descartado?"

Asombroso apunte sobre el apunte: en julio de 1995 un lector colombiano de mi "Santo Oficio de la Memoria" me escribe una carta en la que relata que en un panel en la Feria del Libro de Bogotá de ese año le reprochó a Raymond Williams, precisamente, que “sólo habla de un pequeño número de consagrados y no menciona a ningún autor de los últimos diez o quince años, y entre ellos a usted, Sr. Giardinelli”. ¿No es gracioso?

Faltaban años, todavía, para que viéramos cómo se entronizaba en las revistas y suplementos literarios argentinos esa misma costumbre: ningunear a éste o aquél; endiosar gratuitamente a tal o cual; recortar la literatura hasta reducirla, cual jíbaros perfectos, a unos poquitos nombres del elenco municipal porteño, consagrados, desde luego, por el canoncito (el diminutivo corresponde a la labor de empequeñecimiento) dictado por los legisladores literarios de la UBA.

Así quedaron y están afuera —ninguneados— Osvaldo Soriano y Manuel Puig, Daniel Moyano y Juan Filloy, Amalia Jamilis y Alfredo Veiravé, por citar sólo algunos nombres. Y entre los que todavía viven y escriben, por qué no decirlo, por lo menos Angélica Gorodischer, Reina Roffé, Carlos Roberto Morán y Fernando López, entre muchos otros que parecen tener vedada la entrada a la academia, por obra y gracia de los mezquinos ninguneos de la calle Puán y alrededores. Que desdichadamente son imitados luego, silenciosos y mansos, por muchas facultades y escuelas de Letras de las universidades del interior del país.

Para el corcho en la pared:

(Papelitos encontrados en el fondo de una caja)

“Este país está tan podrido que la gente le cree a las revistas”. Charlie García en Página/12, 1993. (Hoy diría, supongo, que "le cree a los multimedios").

Probar un personaje que hable como los negros de Faulkner, o como el Joseph de Hebe Uhart en ese libro genial que es "Memorias de un pigmeo". (págs. 53/54, 56, 64, 66).

Muéstrame cómo bailas y te diré cómo amas.

Paráfrasis del “Martín Fierro” en el Café Nino, de Resistencia:

—El café me desvela —dice Peco.

—Mejor que te desvele el café y no una pena extraordinaria —dice Hilda.

Si hay concupiscencia, ¿por qué no hay sincupiscencia?

2 comentarios:

  1. Genial,Mempo.Pero también este recorte maniqueo del canon literario se hace no sólo desde la crítica sino desde las universidades y profesorados.Siempre me pareció curioso,entre otras cosas, que una escritoraza como la Gorodischer, no figure en ninguna currícula de las carreras de Letras.(Amén de casi todas las escritoras)

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