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viernes, 7 de enero de 2011

El Premio Nóbel, Borges y Don Ernesto

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Me quedé pensando el otro día en la cuestión del Nóbel, que suele desvelar a algunos (¿muchos?) y no sólo en la Argentina. Cada año genera una especie de tómbola universal, al menos en su versión de Literatura. Que es, sin dudas, lo mejor del sueño de Alfred Nóbel y dicho sea ello a la vista del sesgo cada vez más politizado y servicial de los Premios Nóbel de la Paz, galardón al que en los últimos años algunos jurados noruegos parecen haberse empeñado en desprestigiar velozmente, al otorgárselo a sujetos abominables como Henry Kissinger y otros líderes políticos mundiales.

Volviendo pues a la literatura, que siempre es un mejor terreno, sospecho que entre los argentinos la frustración va camino de ser leyenda, lo que a mí se me hace una materia literaria en sí misma. De hecho mi cuento "La entrevista", que es de comienzos de los 80, trajinaba ese tema cuando todo el país parecía esperar el Nóbel a Borges, ilusión que se caldeaba con típica y argentinísima ansiedad deportiva. Y también escribí otro, mucho menor (por eso lo mantuve inédito), que titulé "Diatriba onírica contra la academia sueca" y que hasta ahora lo único interesante que tiene es el título.

Creo que aquella ansiedad la heredó el pobre Ernesto Sábato, que obviamente lo negaba aunque era tan visible su deseo de recibir el Nóbel. Yo lo visité por primera vez creo que en 1987, con el académico alemán y querido amigo Karl Kohut, catedrático de la Universidad de Eichstätt. En su casa de Santos Lugares, rodeado de árboles y plantas, Sábato fue amabilísimo con nosotros, estuvimos allí un par de horas y en algún momento resultó inevitable hablar del Nóbel. Entonces se lo consideraba heredero de la supuesta frustración borgeana, que para mí, insisto, era más bien una frustración argentina. No recuerdo cómo desdeñó la posibilidad de ser el premiado, pero sí que lo hizo con tanta elegancia como inverosimilitud.

Después nos mostró su atelier, donde él pintaba por aquellos días unos cuadros sombríos que a mí me resultaron horribles (aunque no tuve el coraje ni el atrevimiento de confesarlo) y luego nos sentamos a tomar el té con Matilde, quien no se veía enferma y más bien contradecía la sempiterna justificación de Sábato, que casi siempre se excusaba de compromisos aduciendo el mal estado de salud de ella. Claro que quizás fue sólo una impresión que tuvimos Karl y yo, pero aquella tarde nos pareció —y así lo comentamos después— una señora mayor muy agradable, amena y normal, que nos obsequió un libro de poemas que acababa de publicar.

Don Ernesto, como respetuosamente lo llamábamos, fue desde entonces muy amistoso y cálido conmigo. Quizás porque declaré, desde el vamos, mi rendida admiración por sus dos novelas más leídas: "El túnel" y "Sobre héroes y tumbas", y particularmente esta última, que me sigue pareciendo una de las grandes novelas que se escribieron en este país. O quizás por mi interés en "Diálogos", el libro de Orlando Barone, quien lo había reunido a fines de 1974 con Borges y que ya entonces yo consideraba una joyita de anticipación, injustamente poco considerada en los mentideros que son la Literatura Argentina canónica. O quizás porque él apreciaba mucho mi revista Puro Cuento, tanto que asistió generosamente a uno o dos encuentros que organizamos a finales de los 80. Lo cierto es que siempre, cada vez que nos vimos, cada vez que hablamos por teléfono, fue atento y afectuoso conmigo. Y en todo momento supe, como lo sé ahora, que ese trato era toda una distinción viniendo de él.

Ahora que escribo esta semblanza me reprocho, acaso tontamente, una cierta insinceridad. Y no sólo porque no confesé mi fea impresión ante sus pinturas, ni porque de sus muchos ensayos solamente me interesaron los dos primeros —"Uno y el Universo", y "Hombres y engranajes"— y poco y nada los siguientes, sino más bien porque aprecio mucho menos, casi nada, su tercera novela, "Abbadón el exterminador". Un texto para mí absurdo, que nunca pude terminar porque me vencía la sensación de estar ante un mero ejercicio de resentimiento. Eso siempre me chocó en él pero me era imposible decirlo, ¿quién era yo? Un nadie frente a un candidato al Premio Nóbel. Pero ese indisimulable dejo de resentimiento, de amargura impostada que lo caracterizó, me impedía un acercamiento más sincero.

Hoy sé que así son las cosas: a veces no sólo es difícil la sinceridad sino que incluso puede resultar vana y superficial. Sobre todo cuando uno es joven y está ante un consagrado.

De todos modos, hoy puedo decir que guardo un buen recuerdo de él a pesar de sus aspectos más cuestionados, como aquel almuerzo de Mayo de 1976 en la Casa Rosada con Videla, Borges, Ratti y el cura Castellani, en el que su silencio y la posterior, debilísima justificación le granjeó tantas antipatías y recelos. Cierto que su labor al frente de la CONADEP en 1983 fue importantísima, pero para mí eso era, de hecho, también un recurso de redención que le obsequió el Presidente Alfonsín.

Y en cierto modo se logró ese objetivo, aunque la mácula de aquella foto que recorrió el mundo (y está en la Wikipedia, si alguien quiere verla) le quedó para siempre como la marca de una vacuna antivariólica, y eso además de los lapidarios textos que ha escrito sobre el episodio el siempre furibundo pero siempre certero Osvaldo Bayer.

Lo vi hasta poco antes de que dejó de mostrarse en público, avanzado ya el nuevo siglo y milenio, cuando fue un par de veces al Ministerio de Educación durante la gestión de Daniel Filmus. Pero para entonces yo prefería mirarlo de lejos; en algún lugar me resultaba patético, me daba pena e íntimamente me prometía no ser jamás como él.

Es curioso. Soy consciente de la ambivalencia de mis sentimientos hacia él. No dejo de estimarlo, pero, en tanto yo me siento un hombre completamente libre de resentimientos que ha conocido muchísimos modelos de escritores, si hay uno al que jamás me querría parecer es justamente Don Ernesto.

Oficios canallas:

• La mesera de Ezeiza que cada noche viaja dos horas desde Pacheco, atiende la cafetería de 6 a 14 y de ahí corre a una secundaria de adultos en Carapachay.

• La embarazada de siete meses que se disfraza de enfermera y cantante a la gorra en un estand de la Feria del Libro Infantil de Buenos Aires.

• Ser monaguillo y sacudir el incienso con cierto sentido musical, y que el cura te reprima.

• Ser matarife de 9 a 18 y que al volver a casa tu mujer te reclame un poco de dulzura.

• Ser enfermera en el Instituto del Quemado y que al volver a casa tu marido te pida unos masajitos.

1 comentario:

  1. Estimado Mempo: comparto totalmente tus sentimientos ambivalentes respecto de Ernesto Sábato. Hay veces que el viejo me da bronca o pena o no sé qué. De todas maneras, a estas alturas y después de tantos años con El Tunel y Sobre Héroes metidos en la piel, creo que es un acto humano de justicia olvidar algunas cosas. Quedo a la espera de un nuevo libro tuyo para celebrar en este 2011.

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