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domingo, 5 de diciembre de 2010

El calor, la rabia y los maestros secretos

El laberinto y el hilo

Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

Es que tenía ese texto en cierto modo atragantado. Era un cuento muy breve: un tipo grande que regresa de estudiar en el exterior, ya profesional, una noche se apasiona desmesurada, inconvenientemente, con una chiquilla que además es hija de una familia amiga, en un pueblo pequeño en el que todos se conocen. No está claro si hay una incitación de la mocosa, lo que de todos modos no funciona como justificación de nada, pero sí contribuye a incrementar la perversión del relato, que desemboca en una especie de violación con asesinato y la inmediata, cobarde huida del tipo.

No estaba mal como cuento, pero yo sentía, o presentía, que narrativamente podía dar más. Había algo del orden de lo simbólico que no alcanzaba a develar y que me hacía sospechar que solamente escribiéndolo llegaría a conocer. La escritura muchas veces funciona así: uno sospecha que es en lo no escrito donde está la maravilla, porque lo no acabado emite destellos, como la doncella esquiva que en un cuento clásico se esconde tras los velos pero de algún modo se deja ver. Algo como de Boccaccio, o de las 1001 Noches. El esclavo la persigue, la muchacha también a él, pero ambos saben que sólo pueden disfrutar de acercamientos fugaces y con limitaciones porque ella está reservada a un gran visir. La literatura puede no ser demasiado original cada vez, pero sus posibilidades son infinitas.

A mí me pasaba que tenía ese cuento a punto de publicarse en mi primer libro de relatos, y sin embargo algo me decía que no, que había otra cosa y debía descubrirla. Nadie más que uno mismo puede saber la ansiedad que siente un joven autor ante la inminencia de la publicación de su primer volumen de cuentos. Quitar uno de los que integran el conjunto, que contribuye a dar cuerpo al libro y que encima ya ha sido aprobado por los editores, es una extirpación. Un acto quirúrgico, sin garantías de sobrevivencia.

Como fuere, lo hice. Luego de dos o tres días, con sus noches, de pensar qué haría con ese cuento si lo retiraba de la colección, me ordené confiar en mi intuición. Que era una intuición confusa, desde luego, pero era maciza y me señalaba algo. Había que trabajar con la imaginación a marcha forzada, modificar el cuento hasta destrozarlo y con el riesgo de perderlo por completo, y sólo después ver qué sucedía. La inseguridad era lo único seguro, porque además en ese tiempo yo sentía una mezcla de furia y desesperanza; el horror que se vivía en la Argentina me generaba una rabia oscura, indescifrable, a la vez que sentía una desazón tenaz porque mis hijas eran pequeñas, yo les había cortado sus raíces y por eso convivía con un sordo sentimiento de culpa. El dolor por la Argentina me decía que estaba bien haber salido, porque aquél era un país violado a cada hora, pero al mismo tiempo sentía desolación por la imposibilidad de volver, que era lo que más deseaba. Era un lío tremendo, y una vez más sólo podría salir de él escribiendo.

No recuerdo cómo empecé, pero sí que me encerré a escribir esa novela, frenéticamente, durante 22 días exactos y a destajo, sin salir ni hacer otra cosa. Había llenado el refrigerador y la alacena, y no atendía el teléfono. Era verano, creo, porque me recuerdo sudando por las tardes, mientras miraba el Ajusco con empeño casi religioso, como pidiéndole inspiración. La enorme montaña, vista desde el cuarto piso que rentaba sobre el Camino a Santa Teresa, que subía a la Colonia Magdalena Contreras justo donde empezaban los bosques de pinos, era de una belleza magnética, sublime. Y yo tenía una terraza que era como un balcón de privilegio, donde a veces me instalaba, en calzoncillos, a aporrear mi Lettera desesperadamente.

No sé cómo terminé de escribir esa novelita, pero de pronto una tarde me detuve, como forzado yo mismo a no seguir huyendo con Ramiro y Araceli. Estaba con ellos en el Paraguay y no sabía qué hacer; seguir huyendo era el único destino inmediato, desde luego, pero no me parecía narrable, la tensión se iba a desmoronar sin remedio. Me sentía en una especie de callejón sin salida, porque todos los finales que se me ocurrían —probé varios— me resultaban falsos, inverosímiles o chapuceros. Era la primera vez que un texto me apasionaba pero no conseguía cerrarlo. Sentí mucha angustia por eso, porque sabía que la historia que había narrado, siendo novela, tenía intensidad de cuento y eso me gustaba. Pero no me convencía el final; no lo encontraba.

Estuve varios días, quizá muchos, dándole vueltas al texto. No sé si los releí entonces, pero seguro que convoqué a L'etranger de Albert Camus, a The postman rings twice de James Cain, a mi maestro secreto Raymond Chandler y su inigualable The long goob-bye, cuyo final es perfecto. Pero no había caso: estaba empantanado en la última página.

Fue entonces que aprendí, con crudeza, una lección que me sirvió para toda la vida: toda historia, larga o breve, tiene un solo final. Un único final. No hay dos o más finales posibles; sólo hay uno. Y uno tiene que encontrarlo. Ése es todo el secreto.

Entonces me salvó el comentario de un amigo, un formidable lector, además, que había sido mi jefe en la revista Expansión: Arturo Villanueva Williams, un hombre de agudeza típicamente mexicana, cuyo interés y vínculos con la política condicionaban sus cualidades artísticas a la vez que era demasiado culto para la política. Yo le había entregado una copia del original y Arturo, por entonces avezado lector del género negro y fan de la literatura norteamericana, me hizo una devolución luminosa.

Había leído la novela dos veces, había ponderado el título y —según dijo— estaba encantado con el relato. Pero, como era de esperar, cuestionó el final provisorio que tenía. El problema, deslizó, podía estar en que quizás yo me empeñaba en resolver la historia desde una perspectiva realista, porque toda la novela tenía un tinte realista. ¿Y si no era así? Él sugería que yo repensara ese asunto, porque la novela era un policial negro, sí, pero no lo era; era erótica y podía rozar la pornografía, pero era más que eso; era una denuncia de la dictadura argentina pero no era una novela encasillable en la literatura política ni en el realismo social.

De pronto vi que, en esencia, mi novela era una exploración sobre la naturaleza humana —toda buena novela lo es, y yo sospechaba que LUNA CALIENTE podía serlo— pero la naturaleza humana no es ni plana ni redonda, ni mucho menos previsible.

Antes de que Arturo terminara, ya estaba yo escuchando la llamada final del conserje del hotel. Ese final heterodoxo era el único final que podía tener esa novela.

1 comentario:

  1. Y es un final fantástico y deslumbrante. Te lo dice un lector ya entregado a leer tu obra luego de leer apenas respirando "Luna caliente". Un abrazo,
    Franco Vaccarini

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