Aviso por los comentarios

AVISO: Es probable que en algunas redes sociales existan cuentas, muros o perfiles a mi nombre. NADA DE ESO ES VERDADERO.

Las únicas 2 (dos) vías de sociabilidad virtual que manejo son este blog y mi página en FB. Ninguna otra cuenta, muro o perfil —en Facebook, Twitter o donde sea— me representa. Por lo tanto, no me hago cargo de lo que ahí puedan decir o escribir personas inescrupulosas.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La carta perdida y después

El laberinto y el hilo


Quienes deseen leer el texto completo de esta memoria personal, lo encontrarán en "EL LABERINTO y EL HILO" (completo)

La verdad es que me encantaría encontrar aquella carta, pero no recuerdo si la escribí con copia. Lo que sé es que a la mañana, antes del mediodía, pasé a dejarla en la Agencia y que, esa misma tarde, Magda Oliver me dijo que sí.

Lo que tampoco recuerdo es si tuve ocasión de conocer a la mítica Carmen Balcells en esa ocasión o en una siguiente visita a Barcelona. Como fuere, recuerdo perfectamente la primera vez que entré al despacho de Carmen. Era un espacio amplio, luminoso y acogedor, con las paredes llenas de fotografías de escritores relevantes. Ella me recibió con una amabilidad para mí inesperada, y charlamos de cosas poco importantes hasta que ella declaró, imprevistamente, que había revisado el contrato que yo había firmado con Pomaire y que era leonino. Entonces pidió una comunicación con no sé qué gerente de esa editorial: "Oye Fulano, el contrato con MG está concluido, desde ahora es autor nuestro". Yo me quedé pasmado.

Tiempo después advertí que había sido una clara muestra de poder, a dos puntas. Ya conocería yo a esa mujer impactante y admirable. Pero si en aquel momento quiso impresionarme, lo logró al ciento por ciento.

La verdad es que para mí la Agencia fue una bendición. Con el tiempo establecí allí dentro relaciones que a lo largo de los años se fortalecieron y que siempre valoré muchísimo, incluso durante los años en que opté por alejarme de la Agencia (1993 a 2009).

Allí conocí, también, a Laura Freixas, que hoy es una de las escritoras más relevantes de España pero que entonces, siendo muy joven, fue quien atendió mis asuntos. Aunque trabajó en la Agencia poco tiempo, hemos continuado hasta hoy una amistad literaria, íntima y profunda.

Como se ve, aquella carta decisiva pero desdichadamente perdida abrió las puertas a una etapa inesperadamente positiva de mi vida. Por esos días de 1981 en España mi novela LA REVOLUCION EN BICICLETA aparecía en listas de best-sellers, y me llovían comentarios de lectores entusiastas, muchos de ellos exiliados paraguayos que me contaban cómo sus parientes y amigos que entraban al país llevaban en sus maletas ejemplares de mi novela con las tapas cambiadas y encuadernaciones insospechables. Es intenso y es raro ver afiches de una novela tuya en un escaparate de librería. Es fuerte descubrirte en lucha con la propia vanidad, al momento de esa minúscula salida del anonimato. Se piensa o se dice fácil que uno puede controlar esos sentimientos, pero el ejercicio que es forzoso hacer es tremendo. La vanidad es yuyo malo, dice, si mal no recuerdo, un poema de Atahualpa Yupanqui.

Lo seguro es que por esos días escribía como un loco poseso, corriendo una carrera quién sabe contra quién ni para qué, pero bueno, era lo que me sucedía. Mi vida en México se repartía entre mis hijas, la literatura y mis clases en la Universidad Iberoamericana. Me sentía lleno de ansiedad y de un raro optimismo, mientras me sacaba las pelambres de la desesperación a puro aporreo de la Lexikon 80.

Por entonces yo me ganaba el puchero con mis colaboraciones en el diario "Excelsior", la Ibero y un par de talleres literarios. Parece que no lo hacía mal, porque se corrió la voz y rápidamente tuve muchos discípulos. Y así un día fui invitado a participar —junto a Agustín Monsreal— de un grupo literario que conducía Elena Poniatowska, ya por entonces la más renombrada periodista y narradora de México.

Se reunían semanalmente en casa de Alicia Trueba, una dama muy distinguida de la exclusiva Colonia Pedregal de San Ángel, a cuyo derredor se congregaban dos decenas de señoras y algún caballero con intereses literarios. Era un grupo interesante, obviamente elitista, pero en el cual la literatura ocupaba un lugar relevante, se leía mucho y bien, y se trabajaba con rigor. De allí salieron escritoras mexicanas que hoy gozan de diferentes grados de reconocimiento: Beatriz Graf, Guadalupe Loaeza, Marisol Martín del Campo y varias más. Allí nació mi amistad con Elena, a quien además apreciaba muchísimo Juanito Rulfo.

Por esos días, una mañana me llegó, también por correo, la primera edición de EL CIELO CON LAS MANOS. Era una edición colorida, muy norteamericana y —diríamos hoy— marketinera.

La presentación de EL CIELO CON LAS MANOS fue otro acontecimiento al que asistió muchísima gente. Estuvo a cargo de Elena y de Agustín, dos pesos pesados de la narrativa mexicana. Cuando le pedí a Elenita —como la llamábamos con ese afectuoso uso del diminutivo que es común en México— y me dijo que sí, yo sentí que también en ese sentido ese país, la literatura y la fortuna me eran propicios. Sin embargo el día de la presentación, en el amplio salón de una librería de Coyoacán cuyo nombre no recuerdo, recibí una lección durísima.

Después que Agustín elogió mi libro casi con desmesura y terminó declarando que "si por mí fuera, todo mundo debería leer esta novela", Elena tomó la palabra e hizo un análisis entre literario y feminista. En el primer aspecto rescató méritos y hasta fue generosa, pero en el segundo fue implacable conmigo: se detuvo en los rasgos ciertamente machistas que tenía la novela y la descalificó con poca piedad. Lo hizo con el temible encanto que caracterizó siempre a Elena, con sinceridad blindada y hasta con afecto, pero no dejó de señalar las páginas que cuestionaba por misóginas.

Quedé hecho trizas. Y más allá de los aplausos del auditorio, y de las buenas ventas que el libro rápidamente cosechó, me sentí tratado injustamente y en cierto modo estuve unilateralmente enojado con Elena. No se lo dije, por respeto y porque ella era ya entonces uno de los grandes nombres de la literatura mexicana, venerada después de "La noche de Tlatelolco" y otros títulos imprescindibles, pero la verdad es que me quedé regulando.

Curiosamente la que rescató generosamente esa novela fue otra feminista, ya por entonces notable e igualmente grande escritora: Tununa Mercado. Ella escribió en la revista "Claudia", en su habitual columna de crítica de libros, un texto precioso, reivindicatorio, aunque sin mencionar a Elena ni sus opiniones, que también aparecieron publicadas a página entera en esa misma revista.

Mi ya amiga Beatriz Graf me dijo, entonces, que no me preocupara, porque Elenita era así: no podía querer a alguien sin ser un poco o un mucho irónica; no era mala, sólo que al afecto lo controlaba de ese modo.
Creo que tuvo razón. Mi relación con Elena fue siempre buena, afectuosa, incluso cuando disentimos años después como jurados del Premio Rómulo Gallegos. Pero de eso hablaré más adelante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario