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domingo, 17 de octubre de 2010

El laberinto y el hilo

QUIENES DESEEN LEER LAS ENTRADAS ANTERIORES DE ESTE RELATO, las encontrarán en "El Laberinto y el Hilo" (completo)

Textos para un domingo

Evocar la publicación de aquella mi primera novela me dejó pensando, estos días, que quizá esos milagros hoy ya no se producen. Me parece que ahora todo es más duro, trabajoso, mediático. Es un mundo en el que todos los espacios son mucho más disputados. Los caminos para los jóvenes han de ser, en tal sentido, bastante más arduos, aunque hoy exista internet y el mundo global esté tan barbarizado, para decirlo siguiendo a Alessandro Baricco.

Los últimos días, y también mientras escribía la crónica de Frankfurt 2010 (que se puede leer en la etiqueta respectiva), he pensado que estas memorias personales que redacto no dejan de ser una especie de rendición de cuentas. Que nadie me ha pedido, desde ya, y está bien, eso mismo las convierte en algo así como el ordenamiento de la historia individual de un tipo que en cierto modo y aunque en ámbito reducido, devino sujeto más o menos público.

Soy de los que piensan que las acciones y las responsabilidades deben conocerse, y que lo privado hecho público puede ayudar a mejorar la vida de los pueblos. Quizá esto suena grandilocuente, pero siempre pensé que todas aquellas personas que han vivido acontecimientos notables, sonoros o no, debían dejar por escrito sus testimonios. Por eso, y dicho sea con el mayor de los respetos y salvando las enormes distancias, siempre aproveché los encuentros con figuras relevantes de la historia contemporánea para sugerirles que escribieran sus memorias. Cuando visité a Juan Perón en Madrid en 1970, siendo yo un muchacho, me atreví a pedirle que lo hiciera, que aprovechara su exilio para ordenar sus recuerdos y escribirlos. Respondió con su mítica sonrisa, condescendiente. Lo mismo le sugerí a Salvador Allende las tres veces que lo entrevisté en Santiago, entre el 70 y el 73. Y a Raúl Alfonsín la única vez que tuve ocasión de charlar un rato con él, en un avión. También a mi padrino y amigo Luis León, que era un formidable pedazo de historia contemporánea del radicalismo. Y a Juanito Rulfo más de una vez, y a Don Juan Filloy...

Cierto, no tuve éxito en ninguna de esas gestiones, pero ello no disminuye mi convicción. ¿Acaso será por eso que ahora estoy embarcado en esta revisión de recuerdos? Quién sabe, porque comparado con todos esos personajes yo soy nadie. Pero bueno, acá estoy.

Y la verdad es que sirve de acicate, también, cierta exposición pública. Últimamente ando ganando amigos, ironizan algunos idem. Se refieren a la nota que escribí anteayer en el Página/12 ("Una pesadilla: el gabinete del Sr. Cobos") y al diario de Frankfurt de la semana pasada. Algunos ya me criticaron con dureza. Hubo uno que dice estar desilusionado porque lo pasamos bien en Frankfurt. Y otra se queja porque no se invitó a ningún escritor de su provincia. Realmente, hay gente que lee lo que quiere. Por suerte son abrumadora minoría.

Posteo varios textos este domingo:

–El de Página/12 por si alguno/a no leyó el diario este viernes.

–Éste que es la continuación de mi relato personal.

–Y uno que escribí en 1979 y ahora me parece pertinente porque ya mencioné aquí a mi amigo y compañero Héctor G. Oesterheld, y ahora mismo, en Frankfurt y después de tantos años, reencontré a Elsa, su viuda, quien como ya he contado conmovió al enorme auditorio el día de la inauguración de la Feria. Con ella y su único nieto sobreviviente, Fernando, compartimos además el vuelo de regreso.

En memoria de Héctor escribí esto que recupero ahora, y que no sé si es un cuento, un testimonio o exactamente qué.

Viejo Héctor

Sé que lo que escribo hoy, primero de febrero de 1979, puede tener uno de dos destinos: o alguna vez el Viejo Héctor lo leerá con su mirada clara y acaso sonriendo, para reconvenirme que estuve mal informado y que me equivoqué en ciertos detalles; o no lo sabrá jamás porque está muerto.

Me aferraré a la primera posibilidad. Es necesario que mantenga izada la esperanza, que las ilusiones sean capaces de vencer cualquier desaliento, que yo inaugure a cada palabra una fe nueva para imaginarlo vivo, entero, jodón como siempre. Porque las versiones son contradictorias: hace dos años, los primeros informes fueron duros de asimilar: lo declaraban muerto y hubo quien dijo que en un enfrentamiento; otra versión aseguró que lo había entregado un delator; una tercera no especificaba detalles pero lo daba como desaparecido: "Nunca más se supo". Y uno ya está advertido de que esa fórmula, en mi país, quiere decir que se sabe perfectamente.

No podría afirmar que he llorado, porque nosotros ya no lloramos a los muertos. Tampoco se los reemplaza, como jurábamos en las viejas consignas. Simplemente se los guarda en la memoria, se los acumula en la cuenta que algún día nos pagarán y se sigue adelante. Pero sí lo evoqué largamente. Su imagen bonachona pareció revivir, entonces, y sus ojos grises, sus mofletes gordos y hasta sus enormes manos de carpintero jubilado se me hicieron tangibles como en cada reunión, cuando las cruzaba sobre la mesa, escuchando atentamente, y sólo las separaba si alguno le preguntaba sus opiniones. Porque nunca hablaba sino para responder preguntas. Jamás nadie se lo dijo, pero no entendíamos esa actitud suya, que no era de recelo ni de desconfianza, sino de hombre sabio. Sólo que nosotros, jóvenes e impetuosos entonces, no éramos capaces de comprender esa sabiduría. Y así nos fue.

La vez que se incorporó al grupo, todos lo miramos con prevenciones. En primer lugar porque nos triplicaba en edad. Ana juraba que debía tener más de sesenta años. Luis, más benévolo, lo hacía cincuentón. Pero fue Rosita la que expresó lo que todos sentíamos: esa desconfianza por la fama que traía, pues todos lo conocíamos desde niños; todos habíamos leído infinidad de veces el nombre y el apellido del Viejo Héctor en las revistas de historietas. Todos habíamos sido atrapados por la fantástica odisea de El Eternauta, habíamos luchado junto al Sargento Kirk alguna vez, o compartido las aventuras de Ticonderoga, de la Brigada Madeleine, o entusiasmado con las narraciones de Ernie Pike, el corresponsal de guerra, o sufrido con el patético relato de Mort Cinder. Eramos, ciertamente, una generación hija de las revistas Fantasía, D'Artagnan, Intervalo, El Tony. Y además, él era el primer y único tipo famoso que se incorporaba al grupo. Y la fama resulta sospechosa para los jóvenes que se sienten revolucionarios.

Por cierto, no puedo hacer su biografía, que por otra parte sólo conozco en porciones. Diré, nomás, que no me gustó, al comienzo, su apellido alemán, quizá porque le atribuí una injusta connotación nazi. Pero enseguida me cautivó su modo de ser tan italiano, tan afectivo, cálido y firme como una luna de enero sobre Buenos Aires. Y al cabo de tres o cuatro reuniones supe por qué lo quería: porque encarnaba la imagen de mi padre, ese sujeto también mofletudo y de ojos grises que casi no conocí y que, por entonces, hubiera tenido aproximadamente la edad del Viejo Héctor.

Aunque él jamás lo hubiese admitido, sospecho que sabía que llegó a ser una mascota para nosotros; representaba una especie de símbolo, de espejo que todos deseábamos conservar para cuando tuviéramos su edad. Era un afecto que él nos retribuía, gentilmente, cuando nos comparaba con sus hijas, de quienes hablaba siempre con orgullo porque las cuatro -como sus cuatro yernos- eran militantes.

¡Cuántas fantasías elaboramos alrededor del Viejo! Su silencio, que era apenas perceptible, suave como una brisa y discreto como la respiración de un bebé que duerme, ni alentaba ni desalentaba. Su empecinada modestia, y el desgano con que hablaba de sí mismo las pocas veces que lo hacía, nos impulsaban a hacer averiguaciones. Así supimos que venía del pecé, que era militante desde hacía un montón de años y que lo había seducido la furia revolucionaria de la juventud peronista quizá porque, como una vez declaró bajando la vista, acaso ruborizado, finalmente veía, a sus años, una revolución posible, cercana, casi palpable. Esa vez lo acusamos de triunfalista y nos reímos porque estaba de moda hablar de la “guerra prolongada” y el Inglés, responsable de ese grupo, dijo que después de todo no sería tan prolongada como para que él no la viese. Pobre Inglés.

Guardo para mí pocas fortunas, pero una de ellas es la de haber conocido su casa de Beccar y haber tomado allí unos mates una tarde de septiembre, escuchando cada tanto el paso del tren suburbano cuyo transitar nos obligaba a pausas en el diálogo, como hacen los ancianos, sólo que entonces yo era demasiado joven. Le insistí para que hablara de él y me contó cómo trabajaba, siempre hablándole a esa grabadora, una primitiva Geloso a cinta en la que parloteaba sus ideas, inventaba argumentos, desarrollaba personajes y proponía imágenes para que los mejores dibujantes del país las plasmaran en cuadritos para las revistas. Compartí su aprecio por Alberto Breccia, por Ongaro, por quienes él llamaba “los muchachos”, esa generación de dibujantes que él había llevado a la Editorial Abril en los años cincuenta, cuando fue el iniciador de la época de oro de la historieta en la Argentina. E incluso reconocí un cierto rencor cuando habló de ese italiano famoso que le robó la paternidad del Sargento Kirk.

Creo que en algún momento le pregunté la edad. ¿Tenía, entonces, sesenta y dos años, como me parece? No lo recuerdo, pero sé que le pregunté por qué militaba, a su edad y con su fama. Me miró como pidiéndome disculpas, cebó un mate y dijo, con una naturalidad que ahora me emociona evocar: “¿Y qué otra cosa puede hacer un hombre? ¿Acaso no somos todos responsables de la misma tarea de mejorar la vida? Yo sólo sé que éste es un trabajo noble y que hay que hacerlo”. Y se dio vuelta y me mostró unos amarillentos ejemplares de Hora Cero, y luego empezó a hablar de cómo se le ocurrió ambientar a Mort Cinder en una casa de Beccar que era exactamente la misma en la que estábamos y que él habitaba desde siempre. Y me llevó al patio, de malezas crecidas, con esos rosales que daban pena de tan mustios, y enseguida se justificó diciendo que ya no tenía tiempo para ocuparse de ciertas cosas.

Sé que la nostalgia que produce el exilio lleva a sublimar detalles, y que no hay que confiar demasiado en este tipo de recuerdos pues uno está demasiado expuesto a que el amor traicione a la memoria. Pero todavía puedo mencionar pequeños, difusos pasajes, datos sueltos que retengo, como su puntualidad admirable que garantizaba que ninguna reunión comenzara sin su presencia. Era su manera del respeto, una responsabilidad que nos imponía sin querer (o acaso era un estilo de demanda, quién sabe). Quizá por eso, cualquier pequeñísimo retraso suyo nos alarmaba, porque -debo confesarlo- en el fondo ninguno de nosotros confiaba demasiado en su silencio, si caía. Había como una especie de endeblez que se imponía a su corpachón de veterano carpintero y que nos hacía temer que, si lo detenían, no resistiría la tortura. Eramos todos tan jóvenes, entonces; no sabíamos que el valor es también una cuestión de madurez.

Fue una tarde de abril cuando lo vi por última vez. Había llovido y se hacía difícil conseguir taxi, de modo que llegué demorado a la cita. El se había cambiado de esquina, por si acaso, y estaba como refugiado detrás de un buzón. Nos miramos sin saludarnos y yo entré a ese bar de Sarmiento y Riobamba. El me siguió diez minutos después. Intercambiamos documentos, o alguna nueva consigna, no recuerdo bien, y tomamos café hablando de lo bella que es Buenos Aires cuando llueve. Luego nos despedimos como siempre, con esa efusividad contenida de los militantes clandestinos.

Nunca más lo vi. Cuando me tuve que ir del país, dejé saludos para él; no sé si se los dieron. Más tarde, en alguna carta, algún compañero me dijo que lo había visto, que estaba bien. Dadas las circunstancias, no era una pobre noticia. Y eso fue todo.

Hasta que llegaron los comentarios sobre su desaparición, que trajeron un dolor intenso, profundo, nunca expresado (uno siempre se las ingenia para no exteriorizar los dolores intensos, profundos). Lo imaginé soportando un calvario, resistiendo un poquito y -lo deseé con todas mis fuerzas- muriéndose rápido gracias al cansancio de su corazón. Y hasta pensé que al Viejo Héctor le habría servido de algo tener los años que tenía: para sufrir menos y no delatar a nadie.

Desde entonces no hubo historieta, o comic como le llaman acá, que no me hiciera recordarlo. Del mismo modo, no hubo mención a las palabras “derechos humanos” que no estuviera ligada a la evocación de su cara bonachona, sus ojos grises, sus mofletes.

Hasta que esta misma tarde, este primero de febrero de 1979, hace apenas unas horas, me encontré con un par de amigos que acaban de llegar de Buenos Aires. Traen noticias frescas, de esas que literalmente devoramos, exigimos con avidez porque sirven para modificar criterios y reubicarnos en la realidad perdida (aunque a veces los que llegan nos matan a los vivos, como también, a veces, resucitan algunos muertos).

Dudé cuando dijeron: “Héctor está vivo, parece que está vivo”. De pronto era demasiado absurdo que cuatro palabras fueran capaces de revivir a un muerto. Es tan duro asimilar la idea de la muerte que, años después, resulta casi imposible asimilar la certeza de la vida.

Me contaron algunos detalles que ratificaron su estatura, su calidad, la solidez maravillosa de su madera. Dicen que lo detuvieron en una casa que estaba cantada, en la que iba a celebrarse una reunión importante; que los demás habían sido alertados, excepto él, por esas cosas tremendas del destino, por una inconveniencia, por esa manera caprichosa de la tragedia. Dicen que le salió al encuentro un montón de milicos; que lo golpearon mucho y se lo llevaron, de prisa, como siempre tienen ellos, para que hablara lo que sabía, acaso confiados en la debilidad de sus años. Dicen que cundió cierto pánico y que costó todo un día levantar lo levantable, cambiar citar, movilizar casas, hacer mudanzas apresuradas, esconder gente. Porque -aseguran- realmente nadie creía en su fortaleza, en su silencio.

Pero pasó ese día, y otro, y otro, y una semana, y no sucedió nada de lo temido. Todo siguió igual y esa fue la prueba de su aguante (que era lo que a los dirigentes más les importaba, parece) aunque también -dicen- hubo quienes imaginaron lo que le hacían, el tormento que padecía. A mí se me hace, ahora, que muchos lo habrán querido más que nunca, que en diversos sitios de Buenos Aires se habrán producido silencios respetuosos, apenas quebrados por el canto de los gorriones, por el entrechocar de las hojas de las casuarinas, por el lento paso del río acariciando las riberas.

Y se me ocurre, también, que acaso entonces nació la certeza de su muerte, una certeza que hoy, primero de febrero de 1979, parece ilusoriamente quebradiza. Porque si bien provoca esta confusión que de alguna manera sobrecoge y aplaca (lo más probable es que el Viejo Héctor jamás lea esta carta), no impide que en este momento yo lo sueñe con su sonrisa cálida y su mirada clara, dispuesto a reconvenirme que estuve mal informado y que estos imperfectos datos biográficos no son correctos.

Para Héctor Oesterheld, guionista de historietas, hombre sabio, compañero, si está vivo.

A la memoria de Héctor Oesterheld, si está muerto.

México, D.F., febrero de 1979

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